El pasado fin de semana, cuando volvía a casa después de visitar el salón del automóvil de Chicago con mi hijo, nos encontramos con una perturbación en el continuo espacio-tiempo. Cuando conducía por una concurrida calle suburbana, vimos las indicaciones de lo que afirma ser el mayor centro de máquinas recreativas de los Estados Unidos. Mi hijo no lo sabía, pero estaba a punto de entrar en un país extranjero. Sin pasaporte.
Como otras personas de su edad, mi hijo es un nativo digital. No recuerda ningún momento en el que toda la información del mundo —y todos sus amigos, sus familiares, su trabajo de clase, sus películas, su música, su todo— no pudiera conseguirse con una cosa extremadamente delgada, hecha de aluminio y vidrio, que lleva en el bolsillo. Franqueamos unas puertas dobles y nos golpeó una cacofonía de timbres y pitidos, y de golpes de bumpers de pinball. Nos habíamos equivocado de puerta. Sin embargo, antes de que mi hijo pudiera decir «OK Boomer», el encargado nos dirigió al edificio vecino, lejos del mundo analógico de mis tías y mis tíos, y donde encontramos el mundo iluminado por rayos catódicos en el que a mi generación le salieron los dientes: el mundo digital 1.0.
Control de fronteras
Aunque es verdad que la generación de mi hijo está llena de nativos digitales, los miembros de la generación X, como yo, representamos la primera oleada de «inmigrantes digitales». Esto no es malo en absoluto. Las personas de mi grupo de edad hemos visto cómo las empresas pasaban de los procesos empresariales tradicionales que usaban el papel a los nuevos procesos informatizados, y nos sentimos cómodas en estos dos mundos. Hemos observado y ayudado a las organizaciones en su paso de la computación centralizada (basada en mainframe) a los programas para PC, a las arquitecturas cliente-servidor y a las plataformas móviles y, más tarde, en su vuelta a la computación centralizada (cliente ligero VDI). Aún no lo hemos visto todo, pero sabemos mucho sobre cómo funcionan los sistemas de TI y sobre cómo evolucionan a lo largo del tiempo.
Por ejemplo, pensemos en Office 365. La primera vez que me encontré con este producto fue al configurar un nuevo PC en casa y, al principio, sentí escepticismo y confusión. ¿Tendría que instalar una copia del software Office 365 en lugar de los programas de Office de los que ya tenía licencia? ¿Tendría que acceder a un sitio web especial de Office 365 para poder editar un documento? ¿Y si estoy en línea y se interrumpe la conexión a Internet mientras actualizo una hoja de cálculo? Por otra parte, ¿serían compatibles mis documentos de Office?
En cualquier momento, con cualquier dispositivo, desde cualquier oficina, 365 días al año
Para los nativos digitales como mi hijo, preguntas como las anteriores no tienen ningún sentido. Él no considera que el software sea un producto, sino un servicio. Mientras funcione, no importa dónde esté instalado ni dónde se realice el procesamiento. Si pensamos en Office 365 como en una aplicación móvil, esperamos que «simplemente funcione» con poca interacción inicial por nuestra parte. Además, esperamos poder probarla antes de comprometernos a comprarla. Cuando los gastos periódicos de usar la aplicación superan el valor que creemos que aporta dicha aplicación, simplemente cancelamos nuestra suscripción y el servicio deja de funcionar. Una propuesta sencilla con muy poco riesgo.
Como pertenezco al grupo de los inmigrantes digitales, mi escéptica mente de la generación X ve las ventajas y las desventajas de este mundo feliz de la computación en la nube. Como pertenezco al grupo de los usuarios avanzados de Word y PowerPoint, al principio me pareció que los equivalentes de Office 365 me limitaban. Las macros y los atajos de teclado en los que he confiado durante años no siempre funcionan en el mundo de la nube. Por otra parte, me encanta la idea de empezar un documento en el PC del trabajo, editarlo en el sofá de mi cuarto de estar con una tableta sin cables e imprimirlo esa noche desde mi ordenador portátil. La información ha dejado de ser un contenedor lleno de conocimiento que tengo que llevar de un lugar a otro. Ahora se mueve de forma rápida y sencilla por una tubería a la que puedo acceder esté donde esté.
Hoy me resulta difícil imaginar no poder consultar mi saldo bancario un domingo a medianoche desde mi smartphone… mientras viajo muy rápidamente en un tren de alta velocidad. Sin embargo, también recuerdo la emoción que sentí en los años noventa cuando mi banco me envió un software (¡en disquetes!) que me permitía interactuar con su sistema desde mi ordenador portátil mediante un módem de acceso telefónico. Y en los ochenta, cuando me dieron una tarjeta de plástico que me permitía consultar mis transacciones a cualquier hora del día en un cajero automático. Todas estas opciones son mejores que esperar a las 9:00 a. m. del lunes para darle mi cartilla a un cansado empleado del banco.
¿Aún uso el cajero automático y el ordenador portátil y, de cuando en cuando, visito al encargado de la caja en mi banco? Ciertamente, a veces. ¿He abandonado completamente mi software estándar de procesamiento de texto y hojas de cálculo y me he pasado de forma incondicional a Office 365? No, y probablemente no lo haré en un futuro próximo. Sin embargo, me he entusiasmado con la idea de las aplicaciones en la nube y aprecio su sencillez, su flexibilidad y sus capacidades, que no dejan de aumentar. Solucionan problemas que, hasta hace poco, no sabíamos que existían.
Al ver todo lo que opino sobre la tecnología en la nube, quizá se pregunte: «Si las soluciones en la nube son tan buenas, ¿por qué LRS no ofrece sus capacidades de gestión de output empresarial como servicio en lugar de como producto?».
Mi respuesta es la siguiente: vea este espacio.